viernes, 20 de agosto de 2010

EL MIEDO A RECONOCER LOS ERRORES


Cuanto más atrás miremos y analicemos la historia y evolución de la humanidad, más nos daremos cuenta de lo ignorantes que éramos, de que luchábamos por la supervivencia casi como animales, o de la falta de razonamiento que nos llevaba a cometer un error tras otro. En estas etapas pasadas era muy difícil que se reconocieran los errores ni siquiera ante uno mismo, nuestro egoísmo y materialismo, machismo, etc., no dejaban oportunidad para ello. Pero según hemos ido desarrollando el intelecto y según el desarrollo espiritual de cada persona así, algunas de ellas, se han atrevido a reconocer sus errores incluso públicamente. El reconocimiento de nuestros errores debería estar presente en nuestras vidas como lo están la educación, el respeto por los demás o cualquier otra norma por las que se rige nuestra sociedad, pero no es así porque, para la mayoría, es difícil ser sincero públicamente.

El hecho de no admitir una equivocación, de no reconocer un mal pensamiento, de no ser sinceros y ver nuestra culpa en determinados hechos, ha sido causa a lo largo de la historia de muchos conflictos y enfrentamientos entre las personas. Y también la falta de reconocimiento de nuestros defectos ha impedido las buenas relaciones y la armonía con las personas que nos rodean. Sin embargo, el propio desarrollo moral y espiritual de la humanidad obligará, tarde o temprano, a reconocer ante el prójimo que nuestras equivocadas actitudes han causado mucho mal y ha impedido que seamos valorados como deberíamos serlo.


La falta de humildad y sinceridad para reconocer nuestros errores, incluso entre los aspirantes espirituales, hace que haya enfrentamientos, hace que un grupo se divida o incluso que haya oposición y mala intención de unos sobre otros. Cuando, como estudiantes de la filosofía oculta y aspirantes espirituales, alcanzamos un grado en el que sentimos la necesidad de ser sinceros y reconocer que estamos equivocados, no nos es fácil hacerlo porque se produce una lucha entre el Espíritu y la personalidad. El Espíritu intenta guiarnos por el recto sendero de la amistad, de la fraternidad y de la hermandad, pero la personalidad orgullosa e interesada no quiere dar su brazo a torcer y intenta quedar por encima negando o escondiendo la verdad.


Es cierto que cada vez somos más sinceros y que cada vez queremos reconocer más nuestros errores. Nuestra mente razonadora intenta hacernos ver que es preferible admitir un error que crear un problema o una enemistad pero, aun así, nos cuesta hacerlo. Bien porque nos cueste ser responsables o bien por temor al ridículo o al castigo, nos dificulta la confesión de nuestros errores y preferimos guardar silencio y reconocer solo ante nosotros que somos culpables. Cuando el motivo es el recuerdo de los castigos impuestos por los padres por el hecho de hacer algo mal, es más fácil de superar, de ahí la necesidad de diálogo entre padres e hijos o incluso de reconocer la sinceridad de un hijo que reconoce su culpabilidad y sus errores. En este caso habría que analizarnos también como padres porque, muchas veces, con tal de aparentar que somos perfectos o que somos una autoridad en la casa, también, nosotros mismos, ocultamos nuestros errores. Así es que, si bien es cierto que a un niño hay que educarle con cierta disciplina, no lo es que haya que castigarle cuando se equivoca y no lo reconoce.


El temor al castigo puede ser el mayor motivo por el cual no reconocemos nuestras equivocaciones y malas actitudes. Hay casos en que esta falta de reconocimiento de nuestros errores ha sido causa de castigo, cárcel y crueldad hacia otros, no es que esto sea común entre los aspirantes espirituales pero si lo sigue siendo en otros hechos menos graves. Los que aspiramos a vivir la vida superior todavía actuamos erróneamente en este sentido, bien sea por falta de discernimiento, de juicio o por inconsciencia, sin embargo ante la Ley de Dios, la ignorancia no es una escusa ni nos libra del castigo ni de la responsabilidad. Así es que el hecho de ser sinceros y reconocer públicamente nuestras equivocaciones debería ser más motivo de atención y de práctica.


El reconocimiento y razonamiento de nuestros errores nos ayuda más de lo que creemos en nuestro desarrollo espiritual. Si lo hacemos ante los demás obtendremos un reconocimiento y será más fácil que nos perdonen y disculpen pero, aun en caso contrario, obtendremos cierto crecimiento anímico. Es mejor admitir un error humildemente y sintiendo vergüenza que no hacerlo y sentirse culpable teniendo remordimiento y sabiendo que nos hemos creado una deuda kármica. Guardar silencio y ocultar nuestras malas actuaciones no hace que desaparezcan nuestra responsabilidad ante la Ley de Consecuencia, por tanto, es mejor rectificar a tiempo. Es más, si reconocemos que nos hemos equivocado o que hemos hecho mal, por pequeño que sea, es preferible rectificar y hacer algo que lo compense que no hacer nada.


Uno de los errores más comunes, aun entre las personas desarrolladas, es la ofensa o malestar creado con nuestras palabras en un momento dado. Tanto si lo hacemos inconscientemente (pero no lo hacen ver) como si al momento nos damos cuenta, lo mejor es disculparse y arreglarlo con sinceridad y simpatía. De esa manera cultivamos la responsabilidad y la sinceridad a la vez que nos libramos del karma negativo que hemos creado.


Los estudiantes de ocultismo y aspirantes espirituales sabemos que a partir de determinado momento nos vemos sometidos a pruebas para que el Maestro vea, entre otras cosas, cual es el grado de responsabilidad y de sinceridad que tenemos, es decir, hasta que punto cumplimos con nuestros deberes y obligaciones en nuestra vida cotidiana. A partir de ahí, el Maestro nos dará ciertos trabajos que hacer y, si no los cumplimos, nada podemos esperar porque eso significa que si no hacemos las cosas de menor importancia no nos pueden dar otras mayores. Para prepararnos para cuando llegue ese momento y como norma para el desarrollo espiritual, deberíamos analizarnos y meditar sobre los aspectos personales que interfieren en nuestro desarrollo moral y espiritual. Si de verdad aspiramos a ser conscientes algún día en los mundos espirituales, debemos superarnos primero aquí en el mundo físico porque, si no es así, cometeremos muchos y más graves errores allí y tendremos que hacer frente a las consecuencias.


El orgullo es mayormente el culpable de que no reconozcamos nuestros errores por miedo a hacer el ridículo. Esto, en realidad, no suele ser tan grave porque si admitimos que nos hemos equivocado y alguien se ríe posiblemente sea porque su nivel moral sea aún más bajo que el nuestro, y si no se ríe y se compadece de nosotros es porque su nivel es el mismo que nosotros deseamos alcanzar. No debemos tener miedo de reconocer nuestros errores por el simple hecho de que una persona se ría de los mismos, eso demuestra que esa persona no merece nuestra consideración como un verdadero amigo y que, posiblemente, él no lo reconocería. Es preferible sufrir la burla de uno pero el agradecimiento y simpatía del resto que no dejarse dominar por el orgullo intelectual que intenta impedir que reconozcamos este tipo de errores.


Cuando recocemos nuestras equivocaciones nos damos cuenta de cómo, cuándo y por qué hemos actuado mal, lo que nos llevará, o debería llevarnos, a corregirnos. Cuando vemos nuestras faltas y defectos y nos esforzamos por corregirlas estamos progresando en el sendero de perfección, pero ni no lo queremos ver y reconocer, estaremos retrasando nuestro desarrollo espiritual y creándonos enemistades y deudas kármicas para el futuro. Reconocer que nos equivocamos en manifestar nuestro grado de humildad, de valor, de responsabilidad y de confianza propia. Reconocer los errores es dar muestras de honradez, de prudencia, de sinceridad, de amistad, de estima, de arrepentimiento e incluso de agradecimiento por haberse dado cuenta de ello. Así es que, si bien nuestros errores pueden ser buenos Maestros para nuestro desarrollo espiritual, el hecho de reconocerlos nos alienta para rectificar la conducta de la personalidad y eliminar los defectos que impiden la espiritualización de nuestro carácter.

Francisco Nieto